Defender a los animales no es una causa marginal ni sentimental: es una prueba de coherencia moral de genuina conciencia y racionalidad. Cuando una sociedad permite la violencia ritualizada contra seres que sienten dolor, erosiona el fundamento ético que sostiene la convivencia humana. En Colombia esa coherencia ya tiene reconocimiento jurídico: desde 2016 la Ley 1774 consagra que los animales son seres sintientes y no simples objetos, lo que obliga a reconfigurar nuestras prácticas legales, culturales y económicas en función de la protección del sufrimiento y la vida no humana. Proteger a los que no pueden hablarnos es en realidad una prueba de civilidad para los que sí podemos hablar.
Las tradiciones violentas, disfrazadas de arte y orgullo local, fueron normalizadas en plazas y ferias, transmitidas de generación en generación como si la violencia fuera identidad.
La ratificación por la Corte Constitucional de la Ley conocida como No Más Olé no es un gesto administrativo: es una decisión de alto valor simbólico y práctico que pone en jaque la vieja excusa de “tradición” como cobertura para la brutalidad. Al declarar exequible la Ley 2385 de 2024 —y al ampliar su alcance para incluir, bajo un marco de transición, prácticas como corralejas, coleo y peleas de gallos— el alto tribunal trazó una línea clara: la cultura no puede legitimar la crueldad. La sentencia obliga al país a enfrentar una pregunta básica: ¿qué tipo de memoria colectiva queremos preservar: la del dolor o la de la compasión?
Otro aspecto fundamental son las consecuencias sociales, económicas y políticas de prohibir espectáculos que usan animales como mercancía. ¡Sí, habrá costos!, familias y oficios ligados a esos eventos necesitarán políticas de reconversión laboral y apoyo para transitar hacia actividades sostenibles; por ello la ley y la propia decisión judicial prevén plazos y mecanismos para la transición. Pero el verdadero debate es... ¿qué entendemos por economía popular? si insistimos en sostener ingresos privados sobre la base del sufrimiento, perpetuamos un modelo moralmente insostenible. Prohibir la violencia ritualizada obliga a repensar turismo, ferias y festivales, y abre oportunidades para economías creativas, culturales y respetuosas de la vida.
Es tiempo de evolucionar, de dejar atrás las prácticas retrógradas que se justificaron en falsos valores culturales. El llamado hoy es a la conciencia: que la sociedad entienda que una cultura de vida siempre será más fuerte que una cultura de muerte.En Colombia y en territorios como el Tolima existe una cultura política que durante décadas ha protegido —y lucrado— con tradiciones violentas disfrazadas de identidad (Espinal, Guamo y una veintena de municipios). Decirlo no es negar la riqueza cultural de los pueblos; es exigir que la cultura evolucione cuando sus prácticas lesionan derechos. Las corralejas, el coleo y las peleas de gallos han sido presentadas como “fiestas” o “economía” cuando, en verdad, normalizan la dominación y la crueldad. La dignidad cultural requiere honestidad: la tradición no es sagrada si reproduce daño. El fallo de la Corte obliga a esa honestidad y a poner sobre la mesa la reconversión de esas prácticas. La cultura, entendida en su esencia, es creación y expresión de vida, no repetición de la barbarie. Como en España, donde la juventud dio la espalda a los toros, el Tolima y todo el país tienen ahora la oportunidad de elevar sus prácticas culturales hacia la creatividad y el respeto.
¡Ojo! No es momento de regodearse en victorias jurídicas ni de celebrar sin concreciones: la prohibición será un triunfo real SÓLO si se traduce en políticas públicas, presupuesto para reconversión, educación cívica y nuevas economías locales. La Corte estableció un plazo de transición —tres años— que convierte el 2027 en la fecha límite para que estas prácticas desaparezcan eficazmente del espacio público; lo que sigue es una labor urgente, necesaria e imperiosa: acompañamiento social, esquemas de empleo alternativo, inversión cultural y control fiscal para que la prohibición no quede como simple decreto. La exigencia final es clara: evolucionar culturalmente es una obligación democrática. Quienes amamos la vida debemos convertir el fallo en política, la pena en proyectos y la compasión en estructura social.

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