En medio de una profunda crisis de representación política, marcada por el desgaste de las ideologías, el oportunismo electoral y la pérdida de sentido ético en el servicio público, urge repensar el liderazgo desde una mirada integral y disruptiva. Este decálogo no es una fórmula mágica, pero sí una provocación ética: un llamado a reconfigurar el quehacer político como un ejercicio transformador, no como una maquinaria de instrumentalización, engaño y poder. Colombia —como muchas otras sociedades del mundo— necesita menos ambición material y más visión solidaria y común, menos egos y más propósitos colectivos. Pensar global desde lo local significa que nuestros actos cotidianos, nuestras luchas barriales o veredales, nuestras causas comunitarias, están conectadas con los grandes desafíos del mundo: la justicia climática, la equidad social y de género, la democracia real, entre otras. Como decía Paulo Freire, “no hay cambio sin sueño, como no hay sueño sin esperanza”.
Ser leal y disciplinado no es repetir consignas ni someterse, sino caminar junto a los líderes que han hecho y forjado camino con sacrificio, compromiso y conciencia, construyendo liderazgo colectivo. Bolívar y Sucre no eran iguales, pero compartían una causa común. Mandela nunca traicionó a los suyos, ni siquiera cuando lo condenaron. La política honesta necesita más lealtades profundas y menos conveniencias tácticas. Y la disciplina no es una camisa de fuerza, sino la coherencia diaria con los principios que se proclaman: estar en las buenas y en las malas, como quien riega todos los días la semilla de un árbol que tal vez verá florecer otro. Los liderazgos se forjan con carácter, no con discursos.
El amor y la resiliencia no suelen mencionarse en los manuales de ciencia política, pero sin ellos ningún proyecto de transformación social sobrevive. “Soy porque tú eres”, dice el principio africano del Ubuntu, recordándonos que no hay política sin otredad. El propósito colectivo debe primar sobre el protagonismo individual. La historia está llena de mujeres y hombres que, con amor por su pueblo, resistieron la compleja adversidad: desde Rosa Luxemburgo hasta Camilo Torres Restrepo, desde Angela Davis hasta Luis Carlos Galán. Todos entendieron que sin resiliencia y sin el examen del caos, no hay causa que resista el miedo, el cansancio o el exilio. Pero con ella, las ideas florecen incluso entre ruinas.
Prudencia y respeto no son debilidad, sino fortaleza moral. No hay que reaccionar a todo, ni permitir que las emociones gobiernen la razón -Así parezca tarea imposible- En política, como en la vida, quien grita más no siempre tiene la razón. Benito Juárez lo dijo con claridad: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Invadir, anular, desprestigiar o deslegitimar al otro es fácil; construir puentes, mucho más difícil. La prudencia permite decidir con cabeza fría, incluso en medio del caos. Y el respeto es la condición mínima de cualquier diálogo democrático. Solo así, la unidad deja de ser una consigna vacía para convertirse en una práctica real: nadie es tan importante como todos juntos. Gandhi lo practicó, Luther King lo encarnó, Petro lo aprendió.
Por último, la empatía. Ese valor íntimo y silencioso que define el fondo de nuestra humanidad. Un verdadero líder no solo escucha, sino que se conmueve, comprende y actúa desde la posición del otro -Tarea que sé, es sumamente compleja, pero vale la pena hacerla- Ser empático no es coincidir, es entender. No es complacer, es humanizar. La política sin empatía es puro cálculo. La política con empatía es pedagogía, cuidado y transformación. Un liderazgo empático es el que, ante el dolor ajeno, no responde con silencio ni con excusas, sino con acción justa. Porque al final, como escribió Galeano, “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Y el decálogo que hoy propongo es apenas eso: una pequeña gran idea para empezar a hacerlo en cada rincón del Tolima, de Colombia y del mundo.
Ser leal y disciplinado no es repetir consignas ni someterse, sino caminar junto a los líderes que han hecho y forjado camino con sacrificio, compromiso y conciencia, construyendo liderazgo colectivo. Bolívar y Sucre no eran iguales, pero compartían una causa común. Mandela nunca traicionó a los suyos, ni siquiera cuando lo condenaron. La política honesta necesita más lealtades profundas y menos conveniencias tácticas. Y la disciplina no es una camisa de fuerza, sino la coherencia diaria con los principios que se proclaman: estar en las buenas y en las malas, como quien riega todos los días la semilla de un árbol que tal vez verá florecer otro. Los liderazgos se forjan con carácter, no con discursos.
El amor y la resiliencia no suelen mencionarse en los manuales de ciencia política, pero sin ellos ningún proyecto de transformación social sobrevive. “Soy porque tú eres”, dice el principio africano del Ubuntu, recordándonos que no hay política sin otredad. El propósito colectivo debe primar sobre el protagonismo individual. La historia está llena de mujeres y hombres que, con amor por su pueblo, resistieron la compleja adversidad: desde Rosa Luxemburgo hasta Camilo Torres Restrepo, desde Angela Davis hasta Luis Carlos Galán. Todos entendieron que sin resiliencia y sin el examen del caos, no hay causa que resista el miedo, el cansancio o el exilio. Pero con ella, las ideas florecen incluso entre ruinas.
Prudencia y respeto no son debilidad, sino fortaleza moral. No hay que reaccionar a todo, ni permitir que las emociones gobiernen la razón -Así parezca tarea imposible- En política, como en la vida, quien grita más no siempre tiene la razón. Benito Juárez lo dijo con claridad: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Invadir, anular, desprestigiar o deslegitimar al otro es fácil; construir puentes, mucho más difícil. La prudencia permite decidir con cabeza fría, incluso en medio del caos. Y el respeto es la condición mínima de cualquier diálogo democrático. Solo así, la unidad deja de ser una consigna vacía para convertirse en una práctica real: nadie es tan importante como todos juntos. Gandhi lo practicó, Luther King lo encarnó, Petro lo aprendió.
Por último, la empatía. Ese valor íntimo y silencioso que define el fondo de nuestra humanidad. Un verdadero líder no solo escucha, sino que se conmueve, comprende y actúa desde la posición del otro -Tarea que sé, es sumamente compleja, pero vale la pena hacerla- Ser empático no es coincidir, es entender. No es complacer, es humanizar. La política sin empatía es puro cálculo. La política con empatía es pedagogía, cuidado y transformación. Un liderazgo empático es el que, ante el dolor ajeno, no responde con silencio ni con excusas, sino con acción justa. Porque al final, como escribió Galeano, “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Y el decálogo que hoy propongo es apenas eso: una pequeña gran idea para empezar a hacerlo en cada rincón del Tolima, de Colombia y del mundo.
Por:
Walter Duarte H - Columnista
Disruptivos por Colombia.
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